Llegar sin haber salido. Volver sin terminar el recorrido.
¿Cómo se le dice a un viaje que nunca termina?
¿Cómo escribir sobre algo que parece tan superior a ti? Algo que, por momentos, se siente como si lo hubiera vivido otra persona. Así es, un poco, como me siento mientras trato de remontarme a fines de enero, sentada en la alfombra de mi cuarto en la casa de mis padres, armando por cuarta vez una mochila que, al final, no tuve que usar.
No tengo claro cuándo fue que me obsesioné con la idea de ir al Valle de las Lágrimas, pero así fue. En algún momento, entre escribir el libro Del otro lado de la montaña, ver la película La sociedad de la nieve y, finalmente, reservar un lugar en el campamento y armar el bolso, la idea se instaló en mi sistema operativo sin margen de elección: 2025 iba a ser el año en que realizaría la travesía, sí o sí.
Convencer a mis hermanos de que vinieran me costó bastante. Aunque un par de ellos había contemplado ir en otras oportunidades, coordinar a cuatro adultos con sus respectivos trabajos y familias fue un reto. Mientras pasamos de un “sí” a un “capaz”, luego a un “no” y, finalmente, a un “bueno, entonces vamos”, yo tomé la decisión de que iba. No por capricho, sino porque tenía que ir.
Me es difícil explicar ese mandato inapelable. El de tener que ir. Podría intentar describirlo como un “llamado”, pero no sé si eso es del todo cierto. Así como fui tomando decisiones en los últimos meses con una certeza mental y física absoluta, sentí una vibración que me indicaba que era hora de ponerme en marcha.
Fue como si, antes de que pudiera verbalizar mis ganas de ir, mis pies hubieran apuntado hacia las montañas y comenzado a andar solos.
Al final, los tres me acompañaron. Digo acompañaron porque, ante la posibilidad de terminar yendo sola, uno a uno fueron confirmando su asistencia para evitarlo.
Hasta semanas antes de salir, casi no hablamos del tema. Aunque no lo conversamos entre nosotros, pienso que cada uno tenía que procesar en silencio qué era lo que iba a cargar, tierra adentro y a lomo de caballo, hacia esos picos imponentes. Porque, cuando se cae en cuenta de que es mucho más fácil —y barato— quedarse, decidir ir al Valle de las Lágrimas se transforma en una decisión espiritual que significa mucho más que un viaje que, de por sí, es desafiante, largo e incómodo. Dicho esto, no creo que ninguno haya descubierto la verdadera razón hasta alcanzar la cima.
La travesía es difícil y agotadora. Saliendo desde Montevideo, hay que pasar sí o sí por Buenos Aires e ingeniárselas para llegar, vía Mendoza u otra ruta, a Malargüe, un pueblo cercano al brutal pico del Sosneado. Desde ahí, comienza una mañana entera de ruta hasta una base, en plena cordillera de los Andes. Después de un breve descanso y almuerzo, se inicia la caminata o el recorrido a caballo hasta el campamento. Ese trayecto puede tardar entre tres y cinco horas a caballo (u ocho de caminata, como le sucedió a un grupo).
Frío, cena, dormir nervioso y, al otro día, súbase al caballo otras cuatro horas más entre acantilados y vértigo, poniendo a prueba todos los sentidos humanos posibles, hasta el memorial del accidente de los Andes. Se pasan ahí entre dos y tres horas, y luego hay que prepararse para un regreso que no escatima en intranquilidad. A veces, toca hacerlo por rutas mucho más complejas que las de la ida, dependiendo de las condiciones climáticas y la corriente de los ríos, hasta llegar al campamento y, al otro día, volver a Malargüe.
Dicho así, suena como si intentara disuadir a potenciales viajeros y convencerlos de quedarse en casa. Pero, aunque es cierto que semejante hazaña no es para cualquiera, los detalles quedan atrás cuando regresas, te desahogas y te das cuenta de que haber ido ha sido, muy posiblemente, una de las mejores decisiones de tu vida.





Todavía siento ganas de llorar cuando veo las fotos o cuando me remonto a los cuatro mil metros de altura a los que llegamos, cabalgando entre esa manifestación tan imponente de la naturaleza.
No son muchos los viajes en los que puedo sentir, tan vívidamente, la sensación de volver a estar ahí. Todavía escucho el rugido tenue del valle, veo el polvo laminando mi cara y siento el viento que gira por delante y detrás de mí, como si me poseyera.
Todavía me pica la nariz, me duelen los pies y me reclama la espalda. Todavía cierro los ojos y repaso, con lujo de detalle, los cientos de ecosistemas y paisajes que abrieron las compuertas estancadas de mi imaginación. Todavía me recuesto y siento que me muevo al ritmo del paso de un caballo agotado. Todavía respiro entrecortado, entre llanto y pánico, cuando observo el infinito hacia abajo.
Todavía miro con respeto cualquier piedra que rueda bajo mis pies, me dejo proteger por la contención física o espiritual de mis hermanos y me regocijo con la cápsula cósmica en la que imaginé a mi madre cuando sus cuatro hijos y su hermano se abrazaron en los Andes.
Todavía siento como si hubiera ido sabiéndolo todo, y sin entender nada.
Todavía me parece que llegué sin haber salido, y volví sin haber terminado el recorrido.
De regreso a Roma, sentada en la silla giratoria del escritorio de mi casa, me doy cuenta de que poner en palabras esta historia me llevó a reflexionar sobre el significado —y la importancia— de la identidad. Me niego a pensar que la vida se trata solo de saber quiénes somos. Creo que hay algo más allá, como descifrar para qué estamos.
Pero, ¿y si ambas cosas son parte de lo mismo? ¿Si el quiénes somos se responde con el para qué estamos? ¿Y si crecemos creyendo que ambas respuestas las construimos nosotros, cuando en realidad lo que pasó antes de que le robáramos oxígeno a la Tierra es una pieza clave que no controlamos? ¿Y si nuestro rol es solo descubrirla, apropiarla y abrazarla, y nada más?
Me alejo de mi precario intento de colaborar con la filosofía y pienso que quizá así haya comenzado mi obsesión con las historias: cuando caí en cuenta de que faltaba algo en las raíces de la mía. Cuando el silencio de décadas implosionó en mis entrañas frente a la cuna de un glaciar de los Andes, reclamando su rol en mi existencia.
Si la identidad fuera un rompecabezas, a la mía, hasta ahora, le faltaba una pieza. Una que encontré sostenida en una montaña, cantando en el silencio del viento, creando un bucle sin fin entre los que estamos acá y los que nos tienen de vista reposando en el cielo.
Por eso, algo en mí quedó en la montaña, rellenando el vacío de una historia que, como tenía que ser, encontró su destino.







¡Gracias por leer Cosas que decir! Soy María Perrier, una escritora uruguaya viviendo en Roma. Autora de Del otro lado de la montaña y Retrato de los tiempos. Hace más de 10 años trabajo como escritora creativa y doy talleres de escritura y creatividad. Cosas que decir en Substack es el hogar de mis historias y pensamientos.
Nota: Desde el inicio de Cosas que decir, las historias están ilustradas por . En el lanzamiento de nuestro cuarto año juntas, le quiero dedicar un agradecimiento especial por su guía y confianza en mi universo de pasiones.
me emociona tanto, tanto, este relato que es parte de mi vida, que no lo puedo expresar con palabras.
Siempre leo, pero no comento, jeje! Beso