“Admirables los que están en el tiempo sin pensar en él.”
Leila Guerriero.
Hacer amistades es una de las tareas más difíciles de migrar tan seguido. Le sigue —o empata, quizá— la tarea de volver a encontrarse a una misma después de dejar a la otra atrás. Y eso sí que es duro.
Por eso, con la práctica de cinco mudanzas internacionales (y otras por el medio), aprendí a ser más generosa conmigo y con el tiempo. Aprendí a no querer quererlo todo desde el primer momento. A no querer completar en una semana la lista con el sinfín de tareas que implica instalarse en un nuevo lugar. Lista que, por supuesto, incluye la temible tarea de crear una estrategia para no sentirme sola.
Gracias a eso, desde que llegué a Roma, me di cuenta de que ya puedo pasar meses sin hacer “las nuevas” amistades. Que soy una adulta más funcional y apropiada de mi tiempo, y que soy capaz de darme el permiso de analizar cuántas horas merezca si en verdad quiero —o no— reunirme con aquel desconocido. Ni hablar de los años que me puede llevar concretar el pago de la membresía del gimnasio que promete, además de un mejoramiento físico, un “círculo social” (ouch).
Como resultado, podría decir que mis amistades en Roma son un puñado de criaturas misteriosas y encantadoras que tuve la suerte de cruzarme casi sin pensar. No creo que sea casualidad que, en su gran mayoría —por no usar absolutos y decir el cien por ciento de ellos— llevan en sus mochilas experiencias muy similares a las mías: dejar su país temprano en la vida, saltar por varias latitudes por razones que, por lo general, no escapan demasiado del estudio o la profesión y, como no podía ser de otra manera, sus buenas historias de amistades frustradas.
Sin ir más lejos, hace no mucho tiempo, uno de estos nuevos amigos se acercó y me comentó: “Ya no quiero esforzarme más. Tengo mis diez nuevos amigos, y así estoy bien.” No pude evitar reírme con él, porque sabía perfectamente lo que significaba el suspiro con el que cerró su mensaje. Es que el desgaste mental y físico de probar y fracasar en la creación de vínculos es tenebroso. No sé siquiera si puedo explicar el nivel de fractura emocional que se puede producir al notar que el humano del otro lado de la mesa —también recientemente aterrizado— comparte tu misma pereza y sensación de proeza por tener que comenzar, por quinta vez, el discurso breve con el que resume la historia de su vida.
Pero, a pesar de eso —y de que al final siempre son más las cenas poco memorables que los amigos que quedan en la cima de los chats de WhatsApp—, la verdad es que todo vale la pena. Roma con amigos —con grandes y geniales amigos— se está muy bien.
Pasan un par de años desde la escena anterior y me escribe una amiga desde Washington para avisarme que su amiga, Fer, y su familia se mudan próximamente a Roma (con estas conexiones es como se conforman estos vínculos la mayoría de las veces). Que son argentinos —código para “como sos uruguaya te vas a entender bastante bien”— y que tienen un hijo casi de la edad de mi hija, Amalia. Que, además, se mudan a dos cuadras de mi casa. Qué casualidad, pensé. Eso sí que nos ahorra una cantidad tremenda de momentos incómodos. Le pedí su número para escribirle. Un rato después, Fer ya estaba en mi casa, en una fiesta que habíamos organizado en la terraza.
A nuestras casas las separa, además de un par de calles, un café: el “404 — Name Not Found”. Así que la siguiente vez que coordinamos para vernos fue ahí. Me mandó un mensaje avisándome que estaba tomando algo y que, si tenía tiempo, me acercara un rato. Tenía una hora libre antes de la clase de pilates, así que fui.
Cuando llegué a lo que ahora llamamos “el HQ”, la divisé desde la puerta y me quedé mirándola. Estaba en una de las mesas que más me gustan: esas que quedan junto a la ventana y donde, a ciertas horas muy específicas, el sol se cuela en esa esquina recluida. Sobre la mesa descansaban un café, un vaso de agua y un libro de, al menos, 700 páginas.
Quise dar un paso para entrar, pero algo en la escena me detuvo. Era la primera vez, después de mucho tiempo —¿años?— que veía a un ser humano con el poder de utilizar el tiempo en cámara lenta.
Yo, que estaba en una caverna de desesperación y olvido de cualquier cosa que me diera algo semejante a esa plenitud —aguardando sin esperanza algún rescate—, tragué saliva para dejar pasar la envidia. Unas mil preguntas se atornillaron en mi cabeza: ¿Será que se puede estar así? ¿Cómo es que uno llega al momento de su vida en el que simplemente se sienta con un libro en un café? ¿Fui yo esa alguna vez? ¿Será que puedo volver a serlo?
Batí mi cabeza para desprenderme de tantas ideas, y entré.
Hoy salí a caminar.
Es un día casi primaveral en pleno invierno, a mitad de semana. Son, por ahí, las tres y diez de la tarde. Voy a buscar un paquete al correo; no lo pudieron dejar en casa porque hubo un apagón en el edificio y no funcionaba el timbre. En la mochila llevo mi computadora, un libro y los lentes para leer. Me preparo por si la espera en el correo se extiende más de una hora. Pero me atienden relativamente rápido. Dejo el capítulo del libro por la mitad, firmo la entrega del paquete y emprendo la vuelta a casa.
En el camino me cruzo con el 404, ese bar que todavía no encuentra nombre. Entro y veo la mesa donde estaba sentada Fer hace casi un año con su libraco de 700 páginas. A esta hora ya le da el sol. Dejo la mochila y el paquete en el piso, saco el libro y lo pongo sobre la mesa. Antes de abrirlo, pido un espresso macchiato.
Me detengo a mirar de arriba a abajo a la gente que entra y sale sin parar. Ya se nota el aumento de turistas, pienso. ¿Por qué no están en el Coliseo? Ya ni sé qué hora es, y me da pereza sacar el teléfono para ver.
Cuando llega el café, me acomodo y, ahora sí, abro mi libro. No llego a la mitad de la página cuando me doy cuenta —con el sol calentándome la mano, el café envolviendo mi paladar y el corazón palpitando en un ritmo celestial— de que… soy esa persona.
Soy esa persona que quise ser. Que no entendía y ahora entiende. Que escuchó a su cuerpo y le hizo caso.
Soy esa especie predicando en silencio desde una silla.
Soy dueña de mi tiempo. Soy dueña de mis pensamientos.
Soy quien necesitaba ser. Quien tenía que ser.
Soy alguien que sintió, supo y actuó.
Soy mi yo tranquilo, mi yo más temido y, a la vez, más florecido.
No sé cuánto dure. No sé cuánto lo podré sostener. Pero, por ahora, acá está.
Lo logré. No lo puedo creer. Soy yo. Soy esa persona.
¿Será que alguien me mira desde afuera del bar y quiere ser yo, así, aquí y ahora?
No lo sé, pero es hoy y es ahora, y esa soy yo. Soy esa persona.
Soy persona.
Hola María, voy por la cuarta mudanza internacional y estoy lidiando con todo lo que decís. Es un nueva oportunidad para reinventarme, trabajar de algo nuevo, aprender cosas nuevas y formar nuevos vínculos, pero ¡qué difícil es cuando una ya trae mochila! Todavía no soy la persona del café, pero sigo intentándolo. Saludos.
Increíble, como siempre! Me identifiqué un montón! A veces soy esa persona también :)